Quienes viajen habitualmente en la línea D del subterráneo de Buenos Aires la habrán visto. Se llama Nadia y aparenta unos 18 años, aunque es difícil determinar su edad.
Se presenta a sí misma con voz chillona y segura. Va de vagón en vagón contando-innecesariamente- que sufrió un accidente, que está siendo tratada en un hospital, pero que aún necesita más cirugías reparadoras. No estoy muy segura de para qué pide una colaboración monetaria, aunque es de suponer que hay ciertos materiales que el hospital no le provee.
El lunes su parlamento aportaba una novedad: recientemente le retiraron piel del abdomen para injertársela en la zona de las cejas y "lograron colocarle" uno de sus ojos. Eso dijo. La verdad es que hasta entonces nunca la había mirado de frente, nadie lo hace. Es que Nadia es la expresión más plausible de la desgracia humana. Debe haberse quemado. Sólo tiene un poco de cabello en la nuca -que ocupa un diámetro de unos tres centímetros- y que mantiene arreglado en una prolija y larguísima trenza oscura. Lleva la cabeza descubierta. No tiene orejas y su cara está completamente deformada por las cicatrices, al igual que sus brazos, que concluyen en dos muñones. Dos, sí, no tiene ninguna de sus manos, lo que la obliga a llevar cruzada sobre el pecho una bandolera abierta para que el ciudadano sensible introduzca su aporte.
La última vez que la vi yo sabía que el billete de menor valor en mi billetera era de diez pesos, así que no me molesté en abrirla, pero en cuanto desapareció sentí que el infierno era mío.
La chica no tiene nada y además ha perdido toda posibilidad de llevar algún día una vida medianamente normal. Ningún hombre se va a enamorar de Nadia; difícilmente la abracen y la besen. Jamás conseguirá trabajo.
¿Qué me costaba regalarle esa suma? ¿Qué oscura tentación hizo que diez miserables pesos me parecieran demasiado valiosos para alguien que carece de rostro? Cuando me di cuenta, ya había desaparecido. Me sentí muy mal y me prometí que la próxima vez que la encuentre serán recompensadas, Nadia y mi conciencia.
Se presenta a sí misma con voz chillona y segura. Va de vagón en vagón contando-innecesariamente- que sufrió un accidente, que está siendo tratada en un hospital, pero que aún necesita más cirugías reparadoras. No estoy muy segura de para qué pide una colaboración monetaria, aunque es de suponer que hay ciertos materiales que el hospital no le provee.
El lunes su parlamento aportaba una novedad: recientemente le retiraron piel del abdomen para injertársela en la zona de las cejas y "lograron colocarle" uno de sus ojos. Eso dijo. La verdad es que hasta entonces nunca la había mirado de frente, nadie lo hace. Es que Nadia es la expresión más plausible de la desgracia humana. Debe haberse quemado. Sólo tiene un poco de cabello en la nuca -que ocupa un diámetro de unos tres centímetros- y que mantiene arreglado en una prolija y larguísima trenza oscura. Lleva la cabeza descubierta. No tiene orejas y su cara está completamente deformada por las cicatrices, al igual que sus brazos, que concluyen en dos muñones. Dos, sí, no tiene ninguna de sus manos, lo que la obliga a llevar cruzada sobre el pecho una bandolera abierta para que el ciudadano sensible introduzca su aporte.
La última vez que la vi yo sabía que el billete de menor valor en mi billetera era de diez pesos, así que no me molesté en abrirla, pero en cuanto desapareció sentí que el infierno era mío.
La chica no tiene nada y además ha perdido toda posibilidad de llevar algún día una vida medianamente normal. Ningún hombre se va a enamorar de Nadia; difícilmente la abracen y la besen. Jamás conseguirá trabajo.
¿Qué me costaba regalarle esa suma? ¿Qué oscura tentación hizo que diez miserables pesos me parecieran demasiado valiosos para alguien que carece de rostro? Cuando me di cuenta, ya había desaparecido. Me sentí muy mal y me prometí que la próxima vez que la encuentre serán recompensadas, Nadia y mi conciencia.