martes, 19 de febrero de 2008

Imprudencia

Eran tres adolescentes que se reían como tontas mientras decidían si cruzaban o no la avenida Santa Fe con el semáforo recién abierto. Las había visto un momento antes de que finalmente se animaran y, en una milésima de segundo, tuve la sensación de que iba a suceder.
Se lanzaron a la carrera y zigzagueando cuando el tránsito se acercaba peligrosamente rápido y, efectivamente, sucedió. Uno de los autos la tocó apenas -supongo que las vio a tiempo y venía frenando-, la levantó un poco del suelo y la chica cayó al pavimento de costado después de haber golpeado su cadera contra el capot. Hizo ruido al golpear y alguien gritó.
Afortunadamente se levantó al instante y, de manera increíble, salió corriendo a toda velocidad seguida por sus amigas que le preguntaban a los gritos si estaba bien. Al mismo tiempo, toda la fila de autos se detuvo y desde alguno surgió un insulto. En dos segundos desaparecieron, los vehículos reanudaron su marcha y toda la escena se esfumó.
Me llevó unos segundos más darme cuenta de que mi hija, que me acompañaba, estaba paralizada. Tardé un rato más en volverla a la realidad y explicarle que probablemente la única consecuencia que iba a sufrir esa chica serían unos cuantos dolores musculares.
Demoré algo más en recordarle que no se debe jugar con la propia vida, que lo que hicieron esas criaturas fue un acto de tremenda imprudencia que pudo haberles costado muy caro. A ellas y al pobre conductor, que seguramente no olvidará con facilidad la tarde de ayer.

viernes, 8 de febrero de 2008

Rebecca

Rebecca mide algo menos de un metro y medio. Es una de las pocas personas adultas que debo mirar hacia abajo aún estando descalza. Es rubia, bonita y muy prolija; siempre está bien maquillada y con atuendos coloridos. Jamás la vi sin sus aros de brillantes, aunque anduviera con ropa deportiva. A veces trae un bolso y una raqueta porque vuelve del club. Una vez me contó que ya no compite porque se rompió los ligamentos hace unos años, pero juega ocasionalmente, cuando algún amigo se prende.
Aunque vive sola, los domingos al mediodía recibe a sus amigas, de modo que es frecuente verla entrar cargando bolsas de supermercado con víveres para cocinar y -le encanta decirlo- la infaltable botella de malbec.
Cuando nos cruzamos en el ascensor nos quedamos tanto tiempo hablando que tenemos que cerrarlo y permanecer en el pasillo para que la alarma no acabe con los oídos de los otros vecinos. Me ha contado que es odontóloga, que tiene su propio consultorio y también trabaja en un hospital, por pura vocación. Llega tarde y cansada, pero siempre aclara que no hay nada que un trago y una buena película en la cama no reparen. Ha elogiado mi delgadez pero me aclaró que no me excediera porque "se te caen las lolas, viste?".
Hace unos meses se desató en nuestro edificio una especie de culebrón pasional, cuando fueron encontrados en el sótano, en flagrante delito, la encargada suplente y el chico de vigilancia de los sábados. Cincuenta y pico, ella; veintiuno él. El administrador se deshizo de ambos con premura, claro, pero el arrebato de pasiones fue la comidilla de las viejas durante unos cuantos días. En una ocasión me vi envuelta sin desearlo en una de esas reuniones ad hoc. Varias veces traté de saludar y seguir mi camino y no lo logré, hasta que en un momento, con mi objetivo casi cumplido y mi mano en la puerta de salida, Rebecca me tomó del brazo y me dijo: -Decime, nena, ¿vos tenés algún problema con la palabra "coger"?-. Le contesté que no tenía problemas con ninguna mala palabra, que las decía a cada rato. Entonces, Rebecca se dio vuelta y les espetó a las otras asistentes al corrillo: -¿Ven, manga de jovatas, que no es tan terrible? Eso era exactamente lo que estaban haciendo Olga y Ariel: co-gien-do. Qué tanto, al pan pan y al vino vino.-
Ochenta años tiene, Rebecca, y es la viejita más graciosa y canchera que conozco.
¡Quiero llegar así!