miércoles, 28 de noviembre de 2007

Catarsis

Quienes viajen habitualmente en la línea D del subterráneo de Buenos Aires la habrán visto. Se llama Nadia y aparenta unos 18 años, aunque es difícil determinar su edad.
Se presenta a sí misma con voz chillona y segura. Va de vagón en vagón contando-innecesariamente- que sufrió un accidente, que está siendo tratada en un hospital, pero que aún necesita más cirugías reparadoras. No estoy muy segura de para qué pide una colaboración monetaria, aunque es de suponer que hay ciertos materiales que el hospital no le provee.
El lunes su parlamento aportaba una novedad: recientemente le retiraron piel del abdomen para injertársela en la zona de las cejas y "lograron colocarle" uno de sus ojos. Eso dijo. La verdad es que hasta entonces nunca la había mirado de frente, nadie lo hace. Es que Nadia es la expresión más plausible de la desgracia humana. Debe haberse quemado. Sólo tiene un poco de cabello en la nuca -que ocupa un diámetro de unos tres centímetros- y que mantiene arreglado en una prolija y larguísima trenza oscura. Lleva la cabeza descubierta. No tiene orejas y su cara está completamente deformada por las cicatrices, al igual que sus brazos, que concluyen en dos muñones. Dos, sí, no tiene ninguna de sus manos, lo que la obliga a llevar cruzada sobre el pecho una bandolera abierta para que el ciudadano sensible introduzca su aporte.
La última vez que la vi yo sabía que el billete de menor valor en mi billetera era de diez pesos, así que no me molesté en abrirla, pero en cuanto desapareció sentí que el infierno era mío.
La chica no tiene nada y además ha perdido toda posibilidad de llevar algún día una vida medianamente normal. Ningún hombre se va a enamorar de Nadia; difícilmente la abracen y la besen. Jamás conseguirá trabajo.
¿Qué me costaba regalarle esa suma? ¿Qué oscura tentación hizo que diez miserables pesos me parecieran demasiado valiosos para alguien que carece de rostro? Cuando me di cuenta, ya había desaparecido. Me sentí muy mal y me prometí que la próxima vez que la encuentre serán recompensadas, Nadia y mi conciencia.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Aprendiendo a volar

Sólo tiene 16 años y en muchos aspectos representa para mí un ejemplo de vida. No es que quiera ser ella, estoy más que conforme siendo yo misma, pero es dueña de actitudes que le admiro, de otras en las cuales me reconozco y de algunas más que distingo como de enseñanza materna. En ocasiones no estamos de acuerdo, pero disentimos sin faltarnos el respeto porque la jovencita conoce, al igual que su mamá, las reglas básicas de la argumentación positiva. Las dos aceptamos el disenso como constructor de una teoría superadora y yo he trabajado mucho para lograr eso, desde el lugar de una hija a la que le ha resultado sumamente difícil -a los 16 y ahora-discrepar con su madre sin que ésta se ofendiera.
Ella, la adolescente, posee una fuerza de voluntad descomunal, un enorme sentido de la responsabilidad, una curiosidad que a fuerza de saciar ha convertido en un nivel de cultura general más que aceptable y un humor sarcástico que me divierte mucho. No suele conformarse con la primera impresión sobre ningún tema, lo que le acarrea problemas con un profesor que cree que la Historia es una ciencia exacta. Con todo, le sobra tiempo para poner el oído a sus amigos cuando la necesitan, para un novio que la adora y para muchos gestos de ternura y de compañerismo conmigo.
Es seria cuando corresponde y graciosa todo el tiempo. Sabe perfectamente cuándo pedir una opinión y yo sé que generalmente toma sus decisiones después de un amplio estudio de su marketing interno pero teniendo en cuenta mis opiniones.
Además es bonita y prolija.
Mi hija es una persona valiosa y estoy orgullosa de ella.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Papelones

Uno de mis papelones más memorables se produjo en mi adolescencia. Tenía una compañera de estudios cuya familia era más o menos famosa, lo suficiente como para que sus fotos salieran de vez en cuando en alguna revista, pero yo todavía no conocía ese detalle. Una tarde encontré a un grupito de chicas arremolinadas sobre una Gente riéndose como tontas y asumí que se divertían a costa de una foto en la que aparecía una mujer joven muy mal vestida y en actitud de diva. No tuve mejor idea que agregar, colocando mi dedito sobre la imagen, que el maquillaje era digno de un payaso. "Es mi hermana" fue la respuesta que recibí.
En otra ocasión, y a raíz de un personaje femenino que interpretaba Miguel del Sel mientras almorzaba con Mirtha Legrand, mi inoportuno e innecesario comentario fue que los dos nombres que utilizaba el personaje le iban bien al physique du rol porque eran bastante gronchos. En ese caso, la respuesta me la dio uno de mis compañeros de trabajo (entre risas, por suerte): "Así se llama mi novia".
Hace unos años una de mis mejores amigas me hizo para mi cumpleaños un regalo que a nadie que me conozca un poquito (excepto a una persona tan colgada como ella) se le hubiera ocurrido: un reloj. En primer lugar porque mi papá vende relojes; en segundo, porque hace quince años que me conoce y que me jacto de no usar otro que mi clásico Titanium y en tercer lugar porque era espantosamente grande (¡y digital!) y su parte rígida sobresalía por mucho de mi diminuta muñeca. Cuando me preguntó con entusiasmo si me gustaba le contesté, sin pensarlo ni medio segundo, un lacónico "no" e inmediatamente me sentí condenada al infierno.
No he perdido desde entonces el temor a ofender a alguien con una opinión evitable que probablemente -y como toda apreciación- sólo resulte válida para mi persona, de modo que intento tomar la precaución de pensar antes de hablar. Lo que sucede es que algunas veces mi lengua va por la autopista y mi cerebro por un senderito sinuoso entre los árboles.
Los invito a que me cuenten sus papelones, así en el infierno estaré acompañada.

Gracias, Alice, por tu artículo en Los Sin-Logismos de Bugman, que me inspiró.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

En voz (muy) alta

Norma tiene unos cincuenta años. Es muy rubia, lleva el cabello larguísimo siempre recogido tirante en una cola que le llega a la mitad de la espalda y carga unos cuantos kilos de más. Tiene un marido un poco más joven, un hijo de unos doce que es muy serio y responsable y una hija grande que ya no vive con ella. Siempre usa pantalones -generalmente deportivos marrones- y camisas o remeras muy amplias. Le encanta relatar con detalles sus problemas de salud. Hace poco le hicieron una curva de glucemia y no le avisaron que podía agregarle limón a la glucosa, razón por la cual casi vomita varias veces en el laboratorio. Cuando tiene tiempo se gana unos pesos extra elaborando arreglos florales para novias.
Su amiga de treintaypico, cuyo nombre no conozco, es morocha y tiene un lindo cutis que más temprano que tarde perderá por abusar del maquillaje. Soltera, vive sólo con su mamá, aunque a veces se le instala un sobrino adolescente de Chascomús que le descoloca la vida porque se siente obligada a pasearlo. Anda siempre bien vestida, discreta aunque moderna, y de colores oscuros. Estudia Marketing o algo por el estilo en una universidad privada, de noche, y parece que este año finalmente termina de cursar. Hace tiempo que no tiene novio.
La voz de Norma parece de una fumadora de cigarrillos negros de larga data. La de su amiga, en cambio, es más aguda de lo deseable a mis oídos y ambas comparten un volumen que excede mi nivel de tolerancia.
Trabajan en una empresa cuya sede se sitúa en algún lugar cercano a la 9 de Julio, en distintos departamentos pero con el mismo gerente. Parte del personal les resulta inútil y otra parte molesto, pero se cuidan mucho de decirlo puertas adentro porque esa gente no se anda con chiquitas: la semana pasada despidieron a Marisa porque se reviró y mandó a la mierda a un jefe que la miró torcido.
Jamás en mi puta vida crucé una sola palabra con estas dos mujeres, pero tengo la infinita desgracia de compartir casi todos mis viajes al trabajo, cada mañana minutos después de las 8 -horario que, lo reconozco, no es el más indicado para que nadie se ofrezca a develarme siquiera el secreto de la juventud eterna.
Les aseguro que en unos años todos los compañeros de viaje de Norma y su amiga estaremos sordos a causa del exceso de volumen en nuestros respectivos auriculares. Ojalá los audífonos sean baratos.