jueves, 27 de septiembre de 2007

Desconfianza

El cartel en el estacionamiento, grande y claro, rezaba: "Playa cerrada. Sólo mensuales" pero el auto intentaba meterse de todos modos. Unos metros hacia adentro habían colocado otro cartel que repetía la consigna anterior y obstruía la entrada, pero el tipo se negaba a retroceder y llamaba al playero a los gritos. El pibe dejó su cubículo y se acercó -cara de culo y mate en mano- y el conductor le espetó un "Qué pasa, che", a lo que el chico, sin inmutarse ni retirar la boca de la bombilla, respondió señalando el segundo cartel.
El semáforo nos dio paso y mi taxi arrancó, así que no logré enterarme del final de la historia, pero me dejó pensando que quizás yo también habría querido saber. A lo mejor el primer cartel estaba ahí desde el día anterior y habían olvidado sacarlo.
Es que tengo tendencia a desconfiar de las indicaciones urbanas. Todo el mundo sabe, por ejemplo, cuál es el frente del enorme edificio que ocupa la Facultad de Derecho, pero si cree que alguna vez va a poder acceder por esas puertas va listo: la entrada habilitada está escondida en un lateral. Si un turista se para a admirar la Casa Rosada preguntándose por qué balcón salía Perón a saludar multitudes, seguramente creerá que se usaba la arcada que está en el exacto centro pero no es así. En algún centro comercial el ascensor tiene indicados los pisos 1, 2 y 3, pero ninguna planta baja, que necesariamente debe existir para que los otros dos no queden suspendidos en el aire -será que es más cheto llamarla "primer nivel".
La estación Facultad de Medicina de la línea D del subterráneo se encuentra en la vereda de la Facultad de Ciencias Económicas (ya sé que antiguamente en ese edificio funcionaba medicina, pero igual es confuso).
Hace unos años, inclusive, a un grupo de ingeniosos protestadores profesionales ciudadanos se le ocurrió cambiarle ad hoc el nombre a algunas calles y se molestaron en pintar prolijamente y con tipografía similar el nombre de Alejandro Olmos sobre los carteles que indicaban Avda. Julio A. Roca.
No sé qué pretendo, en mi país se lo llama federal a uno que exigió la suma del poder público; liberales a los conservadores y puma al yaguareté que ilustra la camiseta del seleccionado de rugby. Y todavía no comprendo la diferencia entre "partida de nacimiento" y "certificado de nacimiento", ya que cuando me pidieron la primera y me desesperé por no encontrarla se conformaron con un papel que denunciaba el nacimiento con el segundo título.
Debo tener otros ejemplos pero en este momento no los recuerdo.
Yo desconfío muchas veces. ¿Seré la única?

domingo, 23 de septiembre de 2007

Seguridad Cero

Esta aparente interna entre los titulares de la Aduana y de la Policía de Seguridad Aeroportuaria me recordó una anécdota de viaje que, a mi entender, ilustra lo mal que se trabaja en cuestiones de seguridad.
A principios de 2002 viajé a París. El increíble atentado a las Torres Gemelas había ocurrido hacía pocos meses y todavía existía cierta sensibilidad respecto de los vuelos. Los controles previos al embarque se habían intensificado (o quizás los hacían como siempre había correspondido), había alertas sobre elementos prohibidos en equipaje de mano, como objetos punzocortantes, te hacían donarle al aeropuerto tu lima de uñas de metal o tu llavero/navajita suiza; y hasta se habían reemplazado los cuchillos de metal por los descartables plásticos, lo que produjo que cortar un trozo de carne en una bandejita mínima sobre una mesita tan chica como la de la clase turista se convirtiera en una proeza. Para mi sorpresa, los tenedores seguían siendo los de siempre, una cosa de locos si considerás que clavarle el tenedor a un tipo en una arteria capaz que es hasta más sencillo que amenazarlo con un cuchillo de sierrita sin afilar.
Como soy altamente alérgica no puedo despegarme de mi inyección de corticoides por 12 horas mientras estoy encerrada en un avión que, en mi experiencia, no cuenta con más que un botiquincito para heridas elementales. De modo que al llegar al mostrador de Air France para chequear nuestro equipaje, preguntamos a la empleada si había alguna forma de llevar mi jeringa prellenada conmigo. Quería hacer las cosas bien: contaba con certificado médico que avalaba la necesidad del uso del medicamento y por si eso fuera poco, me llevaba a mi propio médico conmigo -mi marido-, que portaba credencial que lo habilitaba.
La señorita Air France no tenía la menor idea, nunca le había tocado responder una consulta así y básicamente contestó "no creo que pase nada". "No creo", yo me quedé atónita; para mí que en otro control me quitaran la jeringa significaba que podía morirme en el aire, salvo que contara con la posibilidad de lo más alentadora de que mi marido me practicara una traqueostomía con un cuchillito plástico y una Bic y se convirtiera en un héroe de película. Tuvimos que sugerirle, para no quedar en silencio mirándonos, que fuera a preguntar a un superior. Fue y volvió con una respuesta: el superior tampoco sabía. La fila detrás de nosotros se hacía más larga y la gente se impacientaba como si el vuelo fuera a irse sin ellos. Se me ocurrió otra sugerencia: quizás había manera de que mi jeringa fuera transportada por la tripulación y me fuera entregada en caso de necesidad o devuelta al llegar. Fue a preguntar y volvió: no tenían idea, pero le habían contestado que podíamos preguntar en el preembarque a la (entonces) Policía Aeronáutica, medio como para que nos dejáramos de joder.
Mi marido es más tranquilo, pero yo me sentía como una terrorista alergénica con esa jeringa llena de un liquidito amarillo, que si me abren la mochila andá a convencer a un tipo que sólo está para abrir mochilas de que esto no es cianuro, entre que lo analizan y me interrogan te vas solo y a la vuelta te mato.
Finalmente encontramos al policía aeronáutico bueno que me iba a despejar las dudas y que no me iba a sacar la jeringa para que no muriera asfixiada, ay de mí. Nos contestó con una tranquilidad propia de quien se ha tomado tres valiums: "y... llevelá, si nadie se la encuentra...".
Y la llevé, nomás. Y nadie me la encontró.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Un rockerito educado

Fue hace un par de años. Habíamos ido con mi marido y mi hija a un recital de La Renga. No es que de grande me dé por hacerme la pendeja; al revés, es mi hija la que en ese entonces empezaba a acoplarse a algunos gustos musicales que yo arrastraba desde hacía tiempo. Tampoco estaba vestida como si fuera una pebeta, aunque lógicamente una no se presenta en un lugar semejante ataviada con su mejor tailleur. Remera manga corta, jeans, botas negras, nada raro. Tampoco tengo actitud de pendeja: en todo momento queda claro que soy la mamá de esa chica ahora más alta que yo.
Así y todo, se ve que vista de atrás, parezco una pendeja. Es una de las ventajas de medir poco más de un metro y medio.
Ya estábamos en los segundos bises y, como mucha gente ya había salido, yo me había retirado un poco de mi familia con el objeto de sentarme y colocar los pies, que ya me dolían de tanto estar parada, en el asiento vacío de adelante. Las luces comenzaron a encenderse. Un chiquito de unos diecisiete, que yo ya había visto pasar un par de veces por delante de mí no en muy buen estado (lo que sostenía entre sus dedos no era un Marlboro), pero mansito, quedó sentado solo detrás de mi pequeña persona. En un momento me tocó el hombro a la vez que decía "Flaca, me convidás un cigarrillo?" y cuando me di vuelta para dárselo y quedamos cara a cara se produjo la revelación. A los gritos y sin dejar de gesticular arrancó con la disculpa: "¡¡¡PERDÓN, SEÑORA!!! ¡NO ME DI CUENTA!".
Le di el cigarrillo a las carcajadas mientras miraba de reojo cómo mi marido y mi hija, que habían captado la escena completa, se desternillaban de risa y le aconsejé "Nunca más te disculpes así, no me ofendiste". Se puso bordó, pobrecito, agradeció y se las tomó.
Me quedó marcado a fuego: ya era toda una señora.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Pena de muerte

Toda mi vida estuve en contra de la pena de muerte. Me parece una forma de pena brutal, inhumana y primitiva, propia de tiempos antiguos en los que la palabra y la educación eran patrimonio de unos pocos. He discutido con quien se me pusiera delante y no hubo nunca jamás argumento que lograra convencerme, ni siquiera el de aquellos que te tiran el golpe bajo obligándote a representarte mentalmente el homicidio de tu propia hija. No estoy dispuesta a avalar esa violación flagrante del derecho a la vida, a la sazón irreversible. Y no tengo motivos religiosos, sino más bien éticos: considero que de ninguna manera podría ponerme en la piel del que ordena matar -ni siquiera respaldado por el estado- y si yo no estoy dispuesta a hacer algo, no pretendo que nadie lo haga por mí. Además desconfío de la infalibilidad de una justicia dictada por seres humanos, que somos tan falibles.
Nada faltaba para convencerme de la lucha por la preservación de la vida de hasta el más cruel de los condenados, hasta que me regalaron un libro.
"El Inocente" de John Grisham no es una novela. Es una crónica de un hecho real, la vida y muerte de un condenado alojado en el llamado "corredor de la muerte". A través de sus páginas, entré en el mundo oscuro, terrible y desesperanzado de un enfermo mental que ni siquiera recuerda haber conocido a la víctima, que durante años gritó literalmente su inocencia a través de los barrotes de su celda y que fue salvado de la inyección letal cuatro días antes de su ejecución.
Existe en los EEUU una organización, Proyecto Inocencia, que cuenta con abogados dispuestos a revisar casos de condenas a muerte y a presentar los recursos que corresponda, apoyándose en las pruebas que aportan los conocimientos científicos relativamente nuevos, para prevenir injusticias irremediables.
Si uno está interesado en el tema, vale la pena entrar en el sitio www.innocenceproject.org, para descubrir cuántos supuestos criminales convictos han sido exonerados gracias al aporte del análisis del ADN. Se trata de gente que, en algunos casos, ha perdido décadas de su vida clamando su inocencia y rogando por su libertad.
¿Y si hubieran sido ejecutados?

lunes, 10 de septiembre de 2007

Cupo femenino

Estuve escuchando en radio una entrevista conjunta a Liliana Caldini y Pinky. Parece que lo que decidió a la ex chica Chesterfield a postularse a senadora nacional fue que "hablé con Sobisch y me convencí, yo estaba viviendo en Miami, viste? pero le dije 'si estás dispuesto a ser presidente yo te voy a acompañar'".
Parece que antes lo habían tentado a Cacho Fontana, pero no aceptó, entonces probaron con Liliana y dio el sí. Menos mal, ¿no? Si se negaba por ahí le ofrecían el cargo a Ludmilla y Antonella y teníamos que empezar por conocerles las caras. Lo que llegué a escuchar, como para enganchar votantes, fue que tiene 56 años y todavía siente que tiene mucho para dar, y que no le gusta el estilo de Cristina porque imita el tono de voz de Evita.
En cuanto a Lidia "mi Matanza" Satragno, candidata a diputada por Unión-Pro, dijo que nunca se retiró de la política, y que "en el 99 a mí las encuestas en boca de urna me daban ganadora". También aclaró que no estaba de acuerdo con Cristina porque "en su momento se opuso a los poderes especiales del presidente" y después cambió de idea.
Fue una nota breve, por suerte; al principio le dijeron a Pinky que estaba linda, y cuando entró Liliana se quejó porque no la elogiaban igual. Terminaron todos mandándose besos.
¡Qué aporte a la nación! Ahora sí que se va a renovar el Congreso, con opositores que traen los bolsillos y carteras plenos de argumentos.
Estamos salvados.

domingo, 9 de septiembre de 2007

Ricky y el Sistema Métrico Decimal

En una entrada anterior agradecí el placer que me causa verificar esa conducta de algunos trabajadores de hacer "un poquito más" que lo que se les pide. Me he dado cuenta de que hay una excepción enorme a esa regla, que los lectores de sexo femenino sabrán comprender.
Ir a la peluquería no me resulta una experiencia demasiado placentera. Quizás lo disfrute un poco cuando voy con mi hija, por diferentes motivos: uno consiste en que mientras esperamos nos damos una pequeña panzada de revistas para las que que en mi casa no se destinó jamás un mango, básicamente miramos vestidos y zapatos. El otro motivo es que si la están peinando a ella para una fiesta (causa única de su visita) me gusta observar de lejos cuán grande, linda y viva está y me hincho de orgullo materno, algo que intento mantener en secreto, al menos delante de ella, pero que no sé si me sale.
Ahora bien, tener que ir a recortarme yo sola y mi alma es una tortura ya desde el principio. Por empezar espero a tener las puntas hechas pelota de planchita y secador y paso del tiempo y espero a levantarme un día con la autoestima por el piso para decidirme. Cuando llego, obligadamente me encaja un beso un perfecto desconocido que parece estar ahí sólo para preguntar qué me voy a hacer, después me encaja otro el que lava la cabeza y después otro el que me corta. Si decido peinarme recibo un cuarto ósculo pero por suerte eso no sucede muy seguido.
Durante todo el proceso escucho risitas, bromas internas, referencias a cosas oscuras y veladas que no terminan de expresar (por ejemplo, nombran a otras personas por sus iniciales). Las clientas habituales -yo nunca lo soy- hacen chistes con los peluqueros y todos se llaman por sus nombres o apodos, y me parece sentir miradas en la espalda (en realidad en el frente, ya que me encuentro frente a un espejo). A veces me convenzo de que están hablando mal de mí.
Cuando llega el momento cúlmine intento utilizar toda la claridad verbal de la que soy capaz para explicar cuánto quiero que me corten. La consigna es más que cristalina: 2 centímetros. ¿Es muy difícil de entender? Dos centímetros, no pulgadas, cualquiera que haya pasado por la escuela comprende la medida; yo por las dudas me abstengo de utilizar el concepto "dedos", a ver si el estilista en cuestión cree que me refiero a sus dedos a lo largo y tiene manos de pianista y quedo como Telerman.
Pues no hay manera: la última vez el tal Ricky no escuchó mi pedido porque estaba ocupado criticando mi color ("le falta un poco de brillo, deberías hacerte 'iluminación'") y me sacó 10 (diez) centímetros mientras charlaba animadamente con la vieja a la que le iba a cortar después.
Este trabajador hizo de más. Bastante de más. Y no me causó ningún placer.
Perdón, muchachos, me salió un post absolutamente femenino.

viernes, 7 de septiembre de 2007

Aclaración

Respecto de lo que me permití sugerir en mi post anterior, y a raíz del comentario que dejó en el mismo un blogger amigo, Adivinador (ver el comentario número 14 en "Vergüenza ajena"), y en vista de que soy un éxito editorial avasallador que llega hasta al multimedio más poderoso del país, quiero aclarar que en ningún momento tuve la intención de que mis palabras fueran tomadas literalmente. No era una idea, señores peronistas, era una ironía -según la Real Academia Española: "figura retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo que se expresa" y también "burla sutil y disimulada".
No insistan, no voy a ser candidata. No, Ernestina, tampoco quiero escribir para Clarín.
Y, en el último de los casos, mis ideas tienen precio.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Vergüenza ajena

Las elecciones del último domingo en la provincia de Córdoba no me provocan más que vergüenza y dudas. ¿Quién puede decir cuál de dos candidatos es corrupto? ¿Quién miente y quién dice la verdad? Difícil decisión, carezco de los elementos necesarios para afirmar nada. Pero de una cosa estoy segura: con una diferencia tan escasa el recuento voto a voto no es sólo necesario sino imprescindible.
Así y todo, el domingo a las 18:05 también me dio pudor (ajeno) escuchar a Juez decir que sin ninguna duda razonable él había sido elegido gobernador según lo que le mostraban las encuestas en boca de urna. Después de semejante afirmación (¿¿¿por qué, señor mío, por qué has hecho que los humanos nos apartáramos tanto de la prudencia verbal???) hay que ser muuuy guapo para aceptar que perdiste.
Aunque quizás la pelea dure unos pocos años; después de todo en el 93 De la Sota y el propio Schiaretti también se putearon en los medios por un asuntito de recuento de votos en las internas. Unos años después se amigaron cual vedettes peleadas frente a las cámaras, aunque afortunadamente nos evitaron las náuseas del piquito reconciliatorio.
A este paso, quizá nos convenga elegir a nuestros gobernantes por la habilidad para el canto o el patinaje o cualquier otra boludez. Total es lo mismo. ¿Que no se puede? Ja, tampoco se pueden difundir resultados de encuestas hasta no sé si dos o tres horas después de las seis, y sin embargo se hace.
A propósito del ex fiscal Juez (qué paradoja, qué crisis de identidad laboral, pobre hombre): no sé si se difundió demasiado, pero ese mediodía invitó a unos cien periodistas a un asadito en su casa. No sé a ustedes, pero a mí me da un escozor...

Top 7

He sido galardonada con dos menciones de diferentes blogs con la distinción de Blog Solidario. Presa de un súbito pudor del que no me creía capaz, se los agradezco de todo corazón, y paso a informar que en mi ranking aparecen los seis cuyos links usted encontrará a la derecha de su pantalla, más algunos que he descubierto recientemente como el blog de stella (stellaval.blogspot.com), tarumba (tarumba.wordpress.com) y malestacionado (malestacionado.blogspot.com).

lunes, 3 de septiembre de 2007

Día de la secretaria

Muy placentera me resulta esa actitud de algunos trabajadores de hacer un poquito más que lo que les es pedido como contraprestación. Por ejemplo, cuando llevo algún calzado a mi zapatero amigo para que le coloque las tapitas, me gusta mucho que agregue: "Qué lindas botas, señora, mirá qué bien terminadas" (no se decide, mi zapatero, me tutea y me trata de usted por partes iguales y sin cambiar de frase). O cuando en la panadería me llevo el último pedacito de pasta frola, es agradable que el panadero me diga que me cobra menos porque es más chiquito y además me regale un alfajor. Hay un montón de ejemplos y estoy convencida de que cuando uno es amable los demás le retribuyen.
Ahora bien, a veces pasa lo contrario y ni siquiera recibís un atisbo de disculpa.
Estuve dos semanas intentando comunicarme con un cirujano plástico que se supone es una eminencia nacional y que mi dermatóloga me había recomendado. Cuando al fin lo logré, lo primero y obvio que le pregunté a la secretaria fue si el doctor atendía por mi prepaga. Me contestó con un dudoso sí, pero seguí adelante y pregunté si sólo cubría la consulta o también la cirugía -debo aclarar en este punto que no pretendía un lifting, aunque no me vendría mal, sino que me sacara un pequeño tumor, que aunque no es demasiado agresivo conviene que se vaya pronto, como cualquier tumor que se precie. La señorita en cuestión me dijo que no tenía idea (sic). Como estaba de muy mal humor (ella, no yo) no insistí sobre el asunto y pensé que ya me enteraría, por ahí hasta se lo pagaba, para eso están las eminencias. Le supliqué por un turno no demasiado diferido y me ladró que "la agenda está llena", así que sólo conseguí para dos semanas más tarde.
Llegado el día me apersoné en el edificio en cuestión, una paquetería total, y ya me olió mal cuando tardó unos cinco minutos en atender el portero eléctrico. Al llegar al tercer piso no funcionaba la luz y el cartelito que indicaba el departamento estaba tan alto que no llegaba a verlo, así que medio al tacto encontré el timbre en una de las dos puertas y otra vez tardaron un montón en atender. Por fin se abrió la puerta, entonces dije buenas noches a la bruja ahí parada y, medio encandilada, le pregunté si ése era el consultorio porque la luz no funcionaba, a lo que recibí como única respuesta "sí, no anda".
Anonadada, pasé por donde me indicó mediante señas y seguí sus instrucciones de milica ("Déme el carnet") lo mejor que pude. Cuando ya estaba por sentarme me soltó: "Ahhh, no, Galeno Azul no, sólo Plata y Oro, yo le dije por teléfono". "Si me lo hubiera dicho por teléfono yo no estaría acá, ¿no le parece?". "Yo le dije, lo tengo anotado". Y cerró el cuaderno con una violencia que me recordó a un celadora de orfanato de los años 20 que vi en alguna película.
Me levanté indignada pero silenciosa y ya me iba cuando escuché "Si quiere le puede pagar la consulta". Le contesté un lacónico "no" y me fui.
No quiero que me atienda un médico cuya secretaria es tan antipática, no quiero volver a ver a esta émula de la señorita Rottenmaier nunca jamás. Pero le deseo que alguien, en no más de una semana, la trate igual de mal y le haga perder mucho tiempo.
Por el momento esa secretaria del orto está en el número 1 de mi ranking de personas odiosas y ojalá mañana la eminencia no le regale ni un bon-o-bon.
Ya está, ya me descargué.